You've reached the end of your free preview.
Want to read all 449 pages?
Unformatted text preview: ~1~ BRAD MELTZER EL LIBRO DEL
DESTINO ~2~ Para Lila, mi niña,
quien cogió mi corazón,
y con su dulce sonrisa lo hizo mucho más grande ~3~ RESUMEN Washington y la masonería: Brad Meltzer nos revela el
secreto mejor protegido Aquel 4 de Julio, Wes Holloway, un
asistente presidencial ambicioso y arrogante, metió al Ron
Boyle, el mejor amigo del presidente, en la limusina
presidencial. Cuando al viaje acabó, Wes había quedado
permanentemente desfigurado y Boyle estaba muerto, víctimas
de un asesino demente. Ocho años más tarde, Boyle es
descubierto, vivo y en perfecto estado de salud, en Malaisia. En
ese momento, Wes tiene la oportunidad de deshacer el peor día
de su vida. El intento de averiguar qué sucedió realmente lleva
a Wes a enfrentarse a un rompecabezas presidencial que ya
tiene diez años de antigüedad, a hechos misteriosos enterrados
en la historia de la masonería y a un código de doscientos años
inventado por Thomas Jefferson. ~4~ 1
Dentro de seis minutos uno de nosotros podría estar muerto. Era nuestro destino.
Ninguno de nosotros sabía lo que iba a ocurrir.
—¡Ron, espera! —grité, corriendo tras el hombre de mediana edad vestido con un
traje azul marino. Mientras corría, el calor húmedo de Florida hizo que la camisa se
me pegase al pecho.
Ron Boyle me ignoró y aceleró el paso por la pista, pasando junto al Air Force
One, a nuestra derecha, y a los dieciocho coches de la caravana que aguardaban a
nuestra izquierda. Como jefe de personal adjunto, Boyle siempre tenía prisa. Eso es
lo que ocurre cuando trabajas para el hombre más poderoso del mundo. No es algo
que diga a la ligera. Nuestro jefe era el comandante en jefe. El presidente de Estados
Unidos. Y cuando él quería algo, mi trabajo consistía en conseguirlo. En este
momento, el presidente Leland León Manning quería que Boyle se tranquilizara.
Algunas tareas eran demasiado incluso para mí.
Aumentando la velocidad a medida que atravesaba el compacto grupo de
miembros del personal y periodistas que se dirigían hacia los vehículos que tenían
asignados, Boyle pasó velozmente junto a un Chevy Suburban negro lleno de agentes
del Servicio Secreto, y a la ambulancia que llevaba pequeñas bolsas con sangre del
presidente. Esta misma mañana, más temprano, se suponía que Boyle debía
mantener una reunión de quince minutos con el presidente a bordo del Air Forcé
One. Debido a un error en mi programación, ahora Boyle había visto reducida esa
reunión a tres minutos. Decir que estaba molesto sería como llamar a la Gran
Depresión «un mal día en la oficina».
—¡Ron! —volví a llamarlo, apoyando la mano sobre su hombro y tratando de
disculparme—. Espera un momento. Sólo quería...
Se volvió bruscamente, apartando mi mano de su hombro. Delgado y de nariz
puntiaguda, con un espeso bigote destinado a compensar ambas cosas, Boyle tenía el
pelo gris, piel aceitunada y ojos castaños y expresivos, con un toque azul claro en
cada iris. Cuando se inclinó hacia mí sus ojos de gato me fulminaron.
—No vuelvas a tocarme a menos que me estreches la mano —dijo con tono
amenazador mientras la saliva me salpicaba la mejilla.
Me enjugué el rostro con el dorso de la mano mientras apretaba los dientes. De
acuerdo, el error en la programación era culpa mía, pero ésa no era razón para que...
—Ahora dime qué coño es eso tan importante, Wes, ¿o acaso se trata de otro
recordatorio vital de que cuando comemos con el presidente necesitamos darte ~5~ nuestras preferencias para el almuerzo al menos con una hora de antelación? —
añadió, alzando tanto el tono de voz que algunos miembros del Servicio Secreto se
volvieron para mirarnos.
Cualquier otro tío de veintitrés años hubiese replicado. Yo mantuve la calma. Ése
es el trabajo del ayudante del presidente... alias el escolta... alias el chico de los
recados. Conseguir lo que el presidente quiere; mantener la maquinaria en
funcionamiento.
—Permíteme que te lo compense, Ron —dije, olvidando mis disculpas. Si quería
que Boyle se tranquilizara (si no queríamos montar una escena para los chicos de la
prensa) era necesario que yo diera el primer paso—. ¿Qué te parece si... si nos
escabullimos dentro de la limusina del presidente ahora mismo?
La postura de Boyle se alteró ligeramente y comenzó a abrocharse los botones de
la chaqueta.
—Pensé que tú... No, vale. Genial. Excelente.
Incluso esbozó una leve sonrisa. Crisis superada.
Él pensó que estaba todo perdonado. Pero tengo mucha más memoria que eso.
Mientras Boyle se volvía con expresión triunfal en dirección a la limusina, yo apunté
mentalmente otra nota. «Capullo arrogante.» Cuando regresáramos a casa, él iría en
el asiento trasero de la camioneta de la prensa.
Yo no era sólo bueno. Era genial. No se trata de egocentrismo; es la verdad. Uno
no solicita este trabajo, lo invitan a una entrevista. Todos los jóvenes que querían
escalar en política que pululaban por la Casa Blanca se dejarían matar por estar tan
cerca del líder del mundo libre. Mi antecesor había dejado este puesto para
convertirse en el número dos en la Oficina de Prensa de la Casa Blanca. Su
predecesor en el último gobierno dirigía ahora a cuatro mil personas en IBM. Hacía
siete meses, a pesar de mi falta de contactos, el presidente me había elegido a mí.
Pasé por encima del hijo de un senador y de un par de sabihondos de Rhodes1. No
tenía ningún problema en vérmelas con un jefe de personal adjunto histérico.
—¡Wes, en marcha! —dijo el jefe del destacamento del Servicio Secreto,
indicándonos que subiéramos al coche, al tiempo que él se deslizaba en el asiento
delantero, desde donde podía verlo todo.
Pisándole los talones a Boyle y sosteniendo mi maletín de cuero delante de mí, me
metí en la parte trasera de la limusina blindada, donde el presidente ya se encontraba
instalado, vestido con vaqueros y una cazadora negra. Supuse que Boyle comenzaría
a hablar inmediatamente, pero cuando pasó por delante del presidente estaba
extrañamente callado. Mientras avanzaba encorvado para ocupar el asiento
izquierdo, la chaqueta del traje de Boyle se abrió, pero él rápidamente apoyó la mano
a la altura del corazón para mantenerla cerrada. No me di cuenta hasta mucho más
tarde de qué ocultaba. O lo que acababa de hacer al invitarlo a subir a la limusina.
1 Famosa universidad de Memphis fundada en 1834. (n. del t.) ~6~ Entré en el coche detrás de él y me dirigí agachado hacia uno de los tres asientos
abatibles que miraban hacia atrás. El mío estaba situado espalda con espalda con el
conductor y frente a Boyle. Por razones de seguridad, el presidente siempre se
sentaba en el asiento trasero derecho, con la primera dama entre Boyle y él.
El asiento plegable que estaba justo delante del presidente —la silla eléctrica— ya
estaba ocupado por Mike Calinoff, corredor profesional de coches retirado, ganador
en cuatro ocasiones de la Copa Winston e invitado especial al acontecimiento que se
celebraba hoy. No era ninguna sorpresa. Cuando apenas faltaban cuatro meses para
las elecciones, nuestra ventaja era de sólo tres puntos en las encuestas. Cuando la
ciudadanía se mostraba tan voluble, sólo un loco entraba en la arena de los
gladiadores sin llevar un arma oculta.
—¿O sea, que es muy veloz, incluso con el blindaje? —preguntó el campeón,
admirando el interior azul noche del Cadillac One.
—Como un guante con vaselina —contestó Manning mientras la primera dama
ponía los ojos en blanco.
Boyle se inclinó hacia adelante en su asiento y abrió un sobre de papel manila.
—Señor presidente, ¿si pudiésemos...?
—Lo siento... eso es todo lo que puedo hacer, señor —interrumpió Warren
Albright, el jefe del equipo personal, mientras entraba en la limusina. Le entregó al
presidente un periódico doblado, ocupó el asiento del medio, frente a la primera
dama y, lo que era más importante, en diagonal a Manning. Incluso en un asiento
posterior con capacidad para seis personas, la proximidad era importante.
Especialmente para Boy le, quien aún estaba inclinado hacia el presidente, negándose
a renunciar a su oportunidad.
El presidente cogió el periódico y examinó el crucigrama que Albright y él
compartían cada día. Había sido su costumbre desde el primer día de la campaña... y
la razón por la cual Albright se instalaba siempre en ese codiciado asiento en
diagonal. Albright se encargaba de comenzar a resolver el crucigrama, llegaba tan
lejos como podía y luego se lo pasaba al presidente para que fuese él quien cruzara la
línea de meta.
—La quince vertical está mal. —El presidente señaló mientras yo apoyaba mi
maletín de cuero sobre mi regazo—. «Suprimir. »
Albright habitualmente detestaba que Manning descubriese un error. Hoy, al
advertir la presencia de Boyle en el asiento de la esquina, tuvo un motivo añadido
para sentirse molesto.
«¿Todo bien?», pregunté con la mirada.
Antes de que Albright pudiese contestar, el conductor pisó el acelerador y mi
cuerpo se fue hacia adelante. ~7~ Tres minutos y medio después sonará el primer disparo. Dos de nosotros
caeremos al suelo en medio de convulsiones. Uno ya no volverá a levantarse.
—Señor, ¿si me permite un minuto? —interrumpió Boyle, con más insistencia que
antes.
—Ron, ¿por qué no disfrutas del paseo? —dijo la primera dama con tono burlón, y
su melena corta y castaña se sacudió cuando la limusina cogió un bache. A pesar del
dulce tono de su voz, vi el brillo feroz en sus ojos verdes. Era la misma mirada
fulminante que solía lanzarles a sus alumnos en Princeton. La primera dama, con un
doctorado en Química, estaba entrenada para ser dura. Y lo que la primera dama
quería, lo conseguía.
—Pero, señora, sólo llevará...
Su ceño se frunció de tal manera que las cejas se besaron.
—Ron. «Disfruta del paseo.»
La mayoría de la gente se hubiese detenido en ese punto. Boyle presionó aún más,
tratando de darle el archivo directamente a Manning. Conocía al presidente desde
que tenían veinte años y estudiaban en Oxford. Banquero profesional, además de
coleccionista de trucos de magia antiguos, más tarde se encargó de manejar todo el
dinero de Manning, un truco de magia en sí mismo. Era el único de nosotros que
había estado presente cuando Manning se casó con la primera dama. Eso le otorgó
una licencia especial cuando la prensa descubrió que el padre de Boyle era un
insignificante estafador que había sido condenado (dos veces) por fraude en los
seguros. Era la misma licencia que estaba utilizando en la limusina para poner a
prueba la autoridad de la primera dama. Pero incluso los mejores pases tienen fecha
de caducidad.
Manning meneó la cabeza de un modo tan sutil que sólo un ojo entrenado era
capaz de advertirlo: primera dama, uno; Boyle, cero.
Boyle cerró la carpeta, se apoyó en el respaldo de su asiento y me lanzó una de
esas miradas que matan. Era culpa mía.
Cuando nos acercábamos a nuestro destino, Manning miró en silencio a través de
la ventanilla tintada a prueba de balas.
—¿Saben lo que dijo Kennedy tres horas antes de que le disparasen? —preguntó
con su mejor acento de Massachusetts—. «Anoche hubiese sido una noche perfecta
para matar a un presidente.»
—¡Lee! —exclamó la primera dama—. ¿Ve con lo que tengo que tratar todos los
días? —añadió con una falsa sonrisa dirigida a Calinoff.
El presidente le cogió la mano y se la acarició, mirando en mi dirección.
—Wes, ¿has traído el regalo para el señor Calinoff? —preguntó.
Busqué en mi maletín de cuero —el bolso de los trucos— sin apartar en ningún
momento los ojos del rostro de Manning. Él asintió ligeramente y se rascó la muñeca.
«No le des el alfiler de la corbata... busca el regalo importante.» ~8~ Yo había sido su ayudante durante más de siete meses. Si estaba haciendo bien mi
trabajo, no teníamos necesidad de comunicarnos. Estábamos disfrutando. No pude
evitar una sonrisa.
Ésa fue mi última gran sonrisa. Al cabo de tres minutos, la bala del asesino
atravesaría mi mejilla, destruyendo tantos nervios que nunca podría volver a usar
completamente la boca.
«Ese es», el presidente asintió ligeramente.
Del interior de mi maletín, que contenía todo aquello que un presidente podría
necesitar, saqué un juego de gemelos presidenciales oficiales que entregué al señor
Calinoff, quien estaba disfrutando de cada milésima de segundo en su asiento
abatible y absolutamente incómodo.
—Son auténticos, ¿sabe? —le dijo el presidente—. No se le ocurra colgarlos en
eBay.
Era el mismo chiste que empleaba cada vez que regalaba un par de esos gemelos.
Todos nos reímos con la ocurrencia. Incluso Boyle, quien comenzó a rascarse el
pecho. No hay nada mejor que compartir una broma privada con el presidente de
Estados Unidos. Y el 4 de julio en Daytona, Florida, cuando has volado hasta allí para
gritar, «¡Caballeros, enciendan los motores!», en la legendaria carrera Pepsi 400 de la
NASCAR, no había un asiento trasero mejor en todo el mundo.
Antes de que Calinoff pudiese agradecerle el regalo al presidente, la limusina se
detuvo. Un relámpago rojo pasó junto a nosotros por la izquierda: dos motos de la
policía con las sirenas conectadas. Estaban avanzando desde el final de la caravana
hasta el frente. Igual que en un funeral.
—No me digan ahora que han cerrado la carretera —dijo la primera dama. Odiaba
que interrumpiesen el tráfico para que pasara la caravana presidencial. Eran votos
que jamás se recuperarían.
La limusina avanzó lentamente un par de metros.
—Señor, estamos a punto de entrar en la pista de carreras —anunció el jefe del
destacamento del Servicio Secreto desde el asiento delantero. En el exterior, la pista
abierta del aeropuerto dio paso a filas y más filas de lujosos autobuses.
—Un momento... ¿vamos a entrar en la pista? —preguntó Calinoff, súbitamente
emocionado. Se volvió en su asiento tratando de echar un vistazo al exterior.
El presidente sonrió.
—¿Acaso pensó que sólo conseguiríamos un par de asientos en primera fila?
Las ruedas rebotaron sobre una estruendosa placa metálica que sonó como si se
tratara de una tapa de alcantarilla suelta. Boyle se rascó el pecho con más intensidad.
Un rugido de barítono invadió el aire.
—¿Y ese trueno? —preguntó Boyle, elevando la vista hacia el cielo azul. ~9~ —No, no es un trueno —contestó el presidente, apoyando las yemas de los dedos
contra el cristal a prueba de balas y señalando a la multitud, unas doscientas mil
personas, que llenaban el estadio y que ahora estaban de pie moviendo los brazos y
agitando banderas—. Son aplausos.
—¡Damas y caballeros, el presidente de Estados Unidos! —gritó el presentador a
través del sistema de megafonía.
Un brusco giro a la derecha nos lanzó a todos hacia un lado cuando la limusina
entró en la pista de carreras, la carretera más grande y más perfectamente asfaltada
que yo he visto en mi vida.
—Bonitas carreteras tienen por aquí —le dijo el presidente a Calinoff, apoyándose
en el respaldo del mullido asiento de cuero que estaba confeccionado a la medida de
su cuerpo.
Ahora todo lo que quedaba era la gran entrada. Si no lo hacíamos bien, los
doscientos mil espectadores que habían pagado su entrada, más los diez millones de
telespectadores que contemplaban el espectáculo desde sus casas, más los setenta y
cinco millones de seguidores de las carreras de la NASCAR, correrían a contarles a
sus amigos, vecinos, primos y desconocidos que habíamos ido a nuestro bautismo y
estornudado en el agua bendita.
Pero ésa era la razón de que fuéramos con esa caravana. No necesitábamos
dieciocho coches. La pista del aeropuerto de Daytona estaba junto a la pista de
carreras. No había que pasar semáforos en rojo. No había que interrumpir el tráfico.
Pero todos los que están mirando... ¿han visto alguna vez la caravana presidencial en
una pista de carreras? Locura norteamericana instantánea.
No me importaban ya las encuestas. Una vuelta a la pista y estaríamos escogiendo
nuestros asientos para la toma de posesión.
Frente a mí, Boyle no estaba tan emocionado. Con los brazos cruzados sobre el
pecho, no dejaba de estudiar al presidente.
—También han acudido las estrellas, ¿eh? —dijo Calinoff cuando entramos en la
última curva y vimos a nuestro comité de bienvenida, una pequeña multitud de
corredores de la NASCAR luciendo sus monos de competición multicolores y
adornados con publicidad. Lo que su ojo no entrenado no advirtió fue la docena
aproximada de miembros del «personal de boxes» que permanecían un poco más
erguidos que el resto. Algunos llevaban mochilas. Otros, bolsos de cuero. Todos
llevaban gafas de sol. Y uno de ellos hablaba con su muñeca. Servicio Secreto.
Como cualquier otra persona que viajaba por primera vez en la limusina
presidencial, Calinoff estaba prácticamente lamiendo el cristal.
—Señor Calinoff, usted bajará primero —le dije cuando entrábamos en la zona de
los palcos. Fuera, los pilotos ya estaban ocupando sus posiciones. Dentro de sesenta
segundos estarían corriendo por sus vidas.
Calinoff se inclinó hacia mi puerta, donde estaban apiñados todos los pilotos de la
NASCAR. ~10~ Yo me incliné hacia adelante para bloquearle el paso, señalándole la puerta del
presidente, en el lado opuesto.
—Por allí —dije.
—Pero los pilotos están al otro lado —protestó Calinoff.
—Escuche al chico —dijo el presidente, señalando su puerta.
Hace algunos años, cuando el presidente Clinton llegó para asistir a una carrera de
la NASCAR, parte de la multitud lo abucheó. En 2004, cuando el presidente Bush
llegó acompañado del legendario Bill Elliott, Elliott fue el primero en salir de la
limusina y la multitud enloqueció. Los presidentes también pueden utilizar un
evento deportivo.
El jefe del pequeño destacamento del Servicio Secreto apretó un botón de
seguridad que había debajo del tirador de la puerta blindada y que le permitía
abrirla desde fuera. Pocos segundos después, la puerta se abrió ligeramente y unas
cuchillas de luz y el calor húmedo de Florida atravesaron el coche. Calinoff apoyó
una de sus botas hechas a mano sobre el pavimento.
—¡Y ahora demos la bienvenida al cuatro veces ganador de la Copa Winston...
Mike Caaaaaalinoff! —gritó el presentador a través de los altavoces.
La multitud rugió.
—No lo olvide —susurró el presidente a su invitado cuando Calinoff salía de la
limusina—. Es lo que hemos venido a ver.
—Y ahora —continuó el presentador—, nuestro gran maestro de ceremonias para
la carrera que se disputará hoy... ¡el presidente Leeeeeeland Maaaaning!
El presidente salió de la limusina inmediatamente detrás de Calinoff, la mano
derecha alzada en un saludo a la multitud, su mano izquierda palmeando con
orgullo el logo de la NASCAR en la pechera de su cazadora. Hizo una pausa para
esperar a la primera dama. Como siempre, podían leerse los labios de los que
ocupaban la grada principal. «Allí está... Allí está... Allí están...» Luego, tan pronto
como la multitud lo hubo digerido, comenzaron a dispararse los flashes de las
cámaras. «¡Señor presidente, aquí! ¡Señor presidente...!» Apenas había avanzado tres
pasos y Albright ya estaba pisándole los talones, seguido de Boyle.
Fui el último en salir de la limusina. La intensa luz del sol me obligó a entrecerrar
los ojos, pero aun así volví el cuello para mirar hacia las gradas, hipnotizado por los
doscientos mil entusiastas que ahora estaban de pie, señalando y saludándonos a
todos. Hacía apenas dos años que había salido de la universidad y ésta era mi vida.
Ni siquiera las estrellas de rock pueden disfrutar de algo así.
Extendiendo la mano para estrecharla con la gente, Calinoff se vio rodeado de
inmediato por las decenas de pilotos, que lo envolvieron con abrazos y fuertes
palmadas en la espalda. Al frente de esa pequeña multitud se encontraba el
presidente de la NASCAR y su sorprendentemente alta esposa, quien había venido
para dar la bienvenida a la primera dama. ~11~ El presidente Manning sonrió mientras se acercaba a los pilotos. Él era el siguiente.
Tres segundos más tarde sería él quien estaría rodeado: la única cazadora negra en
medio de un mar en tecnicolor de monos de competición sembrados con los logos de
Pepsi, M&M's, DeWalt y Lone Star Steakhouse. Como si hubiese ganado las Series
Mundiales, la Super Bowl y la...
View
Full Document
- Fall '19
- Vida, Estados Unidos, Comunicación, CARA, Hombro