que ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de
pueblo y que más valía que nunca hubieras venido del pueblo porque
eres como de pueblo, hombre.
La vida puede ser dura pero, a veces, la gente del pueblo qué carnes
tan apretaditas tienen y qué bien saben andar o hacer gestos o reír
disparatadamente cuando nada provoca a la risa o estremecerse como de
voluptuosidad, cuando lo único que ocurre es que hace sol y que el aire
está limpio. Esa engañosa belleza de la juventud que parece tapar la
existencia de verdaderos problemas, esa gracia de la niñez, esa turgencia
de los diecinueve años, esa posibilidad de que los ojos brillen cuando aún
se soportan desde sólo tres o cuatro lustros la miseria y la escasez y el
esfuerzo, confunden muchas veces y hacen parecer que no está tan mal
todo lo que verdaderamente está muy mal. Hay una belleza hecha de
gracia más que de hermosura, hecha de agilidad y de movimiento rápido,
en la que puede parecer que es sólo vivacidad lo que ya empieza a ser
rapacidad yen la que la fijeza hipnótica de la mirada puede
equivocadamente suponerse más debida al brío del deseo que a la
escasez de la satisfacción.
«Mi marido podía haberme dejado algo más pero no dejó sino su
recuerdo, lleno para mí de encanto, con sus grandes bigotes y sus ojos
oscuros y su marcialidad esquiva que nunca me permitió estar tranquila,
porque él con su apostura gozaba en corretear tras las faldas, aunque
más bien creo que eran ellas las que caían embobadas, pues a él no me
lo imagino corriendo por ninguna; el caso es que siempre se encontraba
con una en sus brazos, máxime cuando iba de uniforme que nunca dejó
de gastar íntegra la masita en eso, en el adorno de su belleza y en su
apostura. Además del recuerdo de su brillante estampa y de la niña -que
ahí la tengo tan parecida a él con su apostura también y casi con su
bizarría y por lástima incluso con un bozo moreno que me recuerda su
bigote- me dejó la pensión del Estado para los caídos en el campo del
honor y una medalla que, añadida a las trescientas veinticinco con
cincuenta, sigue siendo muy poca cosa para dos mujeres solas. Había
también algunas figulinas de China, que él había traído de su campaña
de Filipinas que hizo tan joven y en la que no obtuvo medallas por culpa
de las envidias. Y gracias a que me había hecho mi niña ya antes de ir a
las islas porque cuando volvió estaba inútil para la fecundación, no
-gracias a Dios- para el amor, sino solamente para que yo pudiera quedar
otra vez en estado, a mí que me hubiera gustado tener tres o cuatro, pero
él que era muy hombre y que no podía retenerse tuvo que ver con una
Luis Martín-Santos
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tagala convencido de que era jovencita pura y de que estaba limpia, pero
le tuvo que pegar la infección la muy sucia y se la pasó toda a caballo,
sin lavados y sin cuidado ninguno hasta que se le emberrenchinó y le
llegó a tupir los conductos y aunque luego hizo lo que pudo y el médico


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