desapareció bruscamente y las comisuras de los labios descendieron
perdiendo su temblor. La fijeza de los ojos se atemperó por una caída
proporcionada de los arcos de las cejas. En tal instante pareció que
miraba directamente al centro de ella, al punto equidistante entrenas dos
pupilas, pero un momento después, al repasar cada detalle, volvió a
componer la complicada aunque armoniosa estructura total de la idea de
sí misma que se había fabricado y reanudó el juego inextinguible. Parecía
haber comprobado algo importante en aquella fracción de segundo, algo
que le garantizaba su persistencia bajo la máscara y que le permitía
seguir siendo la misma con su secreto sufrimiento o su punta de acero
clavada en un lugar sensible.
Pedro no se había sentado sino que miraba fascinadamente -olvidado
de que su hijo estaba allí- a la madre de Matías. Ella advirtió esta
mirada.
-¿Me estudia usted? Me da miedo. Los sabios siempre me dan miedo.
Parece que pueden saber cosas de nosotros mismos que ignoramos.
Pedro turbado se echó hacia atrás, se dejó caer en el sillón -donde
ahora no debía haberse sentado-, se le cayó el pitillo encendido sobre la
rodilla, lo persiguió con gestos torpes, tiró la ceniza al suelo, pisó el
cigarro sobre la alfombra. Luego, se la quedó mirando.
-¿Irá usted mañana a la conferencia?
-Sí; claro que sí -dijo Pedro, sin saber a qué conferencia se refería.
-Bueno. Venga luego por casa. Tendremos una reunión. Es una
reunión intelectual, no se vaya a creer. No tenga miedo de aburrirse.
Tráetelo tú, Matías.
-Sí; iremos juntos -dijo Matías-. Pero tus reuniones me aburren.
-Pues no vengas tú. Pero a él le interesará si es tan sabio como parece.
Olvidándose bruscamente de ellos, volvió otra vez hacia el espejo para
vigilar de nuevo, con profunda seriedad, aquella zona intermedia y
secreta en la que su mirada se fijaba con una brusca destrucción de todo
su aparato apariencial. Esta vez la contemplación fue más prolongada.
-¡Adiós! ¡Adiós! No os levantéis, se me va a hacer tarde -y se alejó con
Luis Martín-Santos
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el mismo paso nervioso, andando muy erguida, muy esbelta, con las
piernas muy juntas, muy apretada en sí misma, muy consciente de la
obra de arte secreta que constantemente segregaba como el maravilloso
jugo nacarado que deja el caracol por donde pasa.
-¡Perdona! No creí que estuviera en casa -se disculpó Matías, antes de
que hubiera desaparecido totalmente-. Es una pesada.
-¡Qué joven es!
-No, no es tan joven. ¡Vamos a mi cuarto! -y empezó a andar en
dirección opuesta a aquella por la que la madre había desaparecido.
-¿Pero no dijo que esperáramos a tu hermana?
-¿Qué importa? Vamos a ver mi Goya.
El Goya de Matías era una gran reproducción a todo color pinchada
con chinches en la pared de su cuarto con absoluto desprecio del
mobiliario imperio y del papel rosado que la recubría. El gran macho
cabrío en el aquelarre, rodeado de sus mujeres embobadas, las recibía
con un gesto altivo, con la enhiesta cabeza dominando no sólo a cada


- Winter '19
- Yo