relucientes y un impávido rostro al que nada espanta cabalgando sobre
la bufanda espesa. Los obreros jóvenes en gabardina -que anteriormente
hubieran sido llamados menestrales- así como los representantes del
aprendizaje de diversas profesiones liberales y algunos hombres de
generaciones
más
tardías,
mejor
provistos
biológica
que
crematísticamente, constituyen el grueso de esa marcha colectiva
pletórica de dificultades, sembrada de escollos imprevistos, necesitada
Tiempo de silencio
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de heroicos esfuerzos, facilitada únicamente por cierta camaradería
vergonzante expresada más en el no, mirarse a los ojos de los hombres,
que en auténticos golpes cariñosos en la espalda de los
que
mutuamente
se desconocen pero que
se
saben unidos en gavillas incongruentes por
una misma naturaleza humana impúdicamente terrenal.
Ya desde el primer momento, los complicados actos a realizar en el
estéril intento de aplacar la bestia lucharniega están marcados por el
sello del azar. ¿Por qué entraremos en el 17 y no en el 19? ¿Quién puede
adivinar en cuál de estos portales nos detendremos definitivamente?
¿Quién sabe si aquel objeto de nuestro instinto del que guardamos un
recuerdo grato y nebuloso, hoy, en este momento preciso de la noche, no
estará dormida, indiferente a nuestra posible llegada? ¿Quién puede
asegurar que, en el caso de que no lo esté, no haya sido transferida al 21
o al 13 de la misma calle? ¿Quién puede estar cierto de que en el
momento de percibir su misma materialidad corpórea bajo un disfraz
ligeramente modificado (falda negra ceñida en lugar de traje de baño rojo,
bata rameada amarillenta en lugar de deuxpièces azul cielo, cabellera
negra y dientes relampagueantes en lugar de pelo desteñido a dos tonos
y boca fruncida con dentadura rota en mesilla de noche, piel morena
bien empolvada en lugar de bozo en el bigote discretamente desarrollado,
senos turgentes bajo sostén negro francés en lugar de pechos caídos bajo
blusa de seda de color verde) pueda ser reconocida por el aturdido
sacrificante? ¿Quién puede esperar que, en el caso de su reconocimiento,
la mariposa vital del deseo alce su vuelo otra vez en lugar de ser
aplastada por el mazazo de la náusea al advertir que desciende las
escaleras acompañada de otro hombre al que acaba de servir en nuestra
ausencia? Sea como fuere y renunciando a tan enojosas interrogaciones,
el azar es el dios que, más aún que el amor, preside tan sorprendentes
juegos.
Doña Luisa tenía allí las complicadas funciones de mujer-esclusa.
Cuando el flujo multitudinario de los sábados rebosaba los pasillos,
superando todo posible cálculo o planificación para su endose en los
diversos hábiles espacios de la casa, ella con el solo desplazamiento de
su humanidad vetusta, obturaba del modo más eficaz el paso por la
encrucijada clave y enviaba a los despojos de la calle bien hacia el salón,
bien hacia una cierta sala de espera siempre vacía de mujeres, bien de


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