babuchas orientales de alto precio a la gruesa dueña que luce en sus
manos regordetas y blancas una alianza matrimonial que carece de todo
significado, en vez de ocupar sus horas en útiles labores de aguja
algunas de las vecinas de aquel barrio -sentadas sobre latas vacías-
jugando viciosamente a la brisca con la misma buena conciencia con que
honrados trabajadores puedan hacerlo un domingo por la tarde en la
taberna, álbumes con colecciones de cromos nestlé en las manos
castigadas por la escrófula de rapaces a su edad ya malolientes,
insensibles a toda conveniencia moral matrimonios en edad de activa
vida sexual compartiendo el mismo ancho camastro con hijos ya crecidos
a los que nada puede quedar oculto, abundancia de imágenes de santos
escuchando sin alteración de la tornasolada sonrisa la letanía
grandilocuente y magnífica de las blasfemias varoniles, una sopera
firmada de Limoges henchida como orinal bajo una cama.
¡Pero, qué hermoso a despecho de estos contrastes fácilmente
corregibles el conjunto de este polígono habitable! ¡De qué maravilloso
modo allí quedaba patente la capacidad para la improvisación y la
original fuerza constructiva del hombre ibero! ¡Cómo los valores
Luis Martín-Santos
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espirituales que otros pueblos nos envidian eran palpablemente
demostrados en la manera como de la nada y del detritus toda una
armoniosa ciudad había surgido a impulsos de su soplo vivificador! ¡Qué
conmovedor espectáculo, fuente de noble orgullo para sus compatriotas,
componía el vallizuelo totalmente cubierto de una proliferante materia
gárrula de vida, destellante de colores que no sólo nada tenía que
envidiar, sino que incluso superaba las perfectas creaciones -en el fondo
monótonas y carentes de gracia- de las especies más inteligentes: las
hormigas, las laboriosas abejas, el castor norteamericano! ¡Cómo se
patentizaba el brío de una civilización que sabe mostrar su poder creador
tanto en la total ausencia de medios de la meseta como en la ubérrima
abundancia de las selvas transoceánicas! Porque si es bello lo que otros
pueblos -aparentemente superiores-
han logrado a fuerza de
organización, de trabajo, de riqueza y -por qué no decirlo- de
aburrimiento en la haz de sus pálidos países, un grupo achabolado como
aquél no deja de ser al mismo tiempo recreo para el artista y campo de
estudio para el sociólogo. ¿Por qué ir a estudiar las costumbres humanas
hasta la antipódica isla de Tasmania? Como si aquí no viéramos con
mayor originalidad resolver los eternos problemas a hombres de nuestra
misma habla. Como si no fuera el tabú del incesto tan audazmente
violado en estos primitivos tálamos como en los montones de yerba de
cualquier isla paradisíaca. Como si las instituciones primarias de estas
agrupaciones no fueran tan notables y mucho más complejas que las de
los pueblos que aún no han sido capaces de sobrepasar el estadio tribal.


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