-¿Has traído la jaula? -dijo don Pedro escrutando el envoltorio que
llevaba Amador bajo un periódico del día anterior con el objeto de que no
se hicieran evidentes las muestras de la existencia de los progenitores de
los ratones supuestos sobrevivientes que hoy iban a requerir, que su
prisa más que su incuria había impedido fueran totalmente raídas como
-sinceramente- creía que hubiera sido su deber, y añadió:
-¡Vamos! -mientras Amador retrasadamente contestaba: «Sí», sin parar
mientes en la inutilidad de la respuesta pues, ¿qué otro objeto oblongo,
de tales dimensiones y liviano peso pudiera haber colocado bajo su brazo
en aquella mañana todavía un poco acalorada?
Mujeres también bajaban y otras subían por la cuesta, a cuyo fondo se
veía la Glorieta con el acostumbrado montón informe de autobuses,
tranvías, taxis con una tira roja, carritos de mano, vendedores
ambulantes, guardias de tráfico, mendigos y público en general detenido
con un oculto designio que nada tenía que ver probablemente ni con la
llegada de un próximo tren a la estación allí yacente, ni con su
inverosímil visita al no lejano Museo de Pinturas, ni con la irrupción a
brazos de las asistencias en la imponente mole de cualquiera de los
hospitales circunvecinos. Ninguna de estas mujeres era advertida por
don Pedro, que aún parecía paladear el recuerdo del brazo blanco y de la
voz trinada no pertenecientes al mismo ser, pero ambos de sexo hembra,
abandonados recientemente, y todas lo eran por Amador. Seguro de su
sexo éste, después de haberse aprobado a sí mismo su constante
consistencia en mil batallas nunca perdidas desde los campos de pluma
de los inmemoriales años de la adolescencia (si de adolescencia puede
calificarse esa edad en los muchachos de su clase), no le eran obstáculo
ni su atuendo de más difícil descripción colorística qué los ropajes de la
mayor parte de los pasantes en aquella hora menestril, ni el porte del
extraño bulto -aun cuando el misterio de su contenido evidentemente
mejorase su posición para la fascinación erótica-, ni su clara condición
subalterna y hasta servil respecto del abstraído compañero, ni la escasa
belleza de su rostro en el límite de los tres días con sus noches de
crecimiento vegetal de las pilosidades, para lanzar miradas de
entendimiento y hasta palabras de aprobación a cuantas muchachas
apetecibles se le cruzaban, algunas de las cuales, a juzgar por su
aspecto, gozaban de un nivel económico, profesional y hasta amoroso
conquistante superior al suyo. Don Pedro hacía caso omiso de estas
actividades marginales de su secuaz y habiendo por fin abandonado el
paladeo inconsciente de cuantos tesoros ignorados había dejado en el
tugurio habitacional, e iniciando el placer previo preparatorio para el
momento de su coincidencia con los sujetos de experiencia deseados,
Luis Martín-Santos
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imaginó las posibles consecuencias de la degeneración a que la cepa
MNA debía haber llegado motivada tanto por la casi inevitable posibilidad


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