la meseta como en la ubérrima abundancia de las selvas transoceánicas! Porque si es
bello lo que otros pueblos -aparentemente superiores- han logrado a fuerza de
organización, de trabajo, de riqueza y
–
por qué no decirlo- de aburrimiento en la haz
de sus pálidos países, un grupo acharolado como aquél no deja de ser al mismo
tiempo recreo para el artista y campo de estudio para el sociólogo. ¿Por qué ir a
estudiar las costumbres humanas hasta la antipódica isla de Tasmania? Como si aquí
no viéramos con mayor originalidad resolver los eternos problemas a hombres de
nuestra misma habla. Como si no fuera el tabú del incesto tan audazmente violado en
estos primitivos tálamos como en los montones de yerba de cualquier isla paradisíaca.
Como si las instituciones primarias de estas agrupaciones no fueran tan notables y
mucho más complejas que las de los pueblos que aún no han sido capaces de
sobrepasar el estadio tribal. Como si el invento del bumerang no estuviera tan
rotundamente superado y hasta puesto en ridículo por múltiples ingeniosidades
–
que
no podemos detenernos a describir- gracias a las cuales estas gentes sobreviven y
crían. Como si no se hubiera demostrado que en el interior del iglú esquimal la
temperatura en enero es varios grados Fahrenheit más alta que en la chabola de
suburbio madrileño. Como si no se supiera que la edad media de pérdida de la
virginidad es más baja en estas lonjas que en las tribus del África central dotadas de
tan complicados y grotescos ritos de iniciación. Como si la grasa esteatopigia de las
hotentotes no estuviera perfectamente contrabalanceada por la lipodistrofia progresiva

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de nuestras hembras mediterráneas. Como si la creencia en un ser supremo no se
correspondiera aquí con un temor reverencial más positivo ante las fuerzas del orden
público igualmente omnipotentes. Como si el hombre no fuera el mismo, señor, el
mismo en todas partes: siempre tan inferior en la precisión de sus instintos a los más
brutos animales y tan superior continuamente a la idea que de él logran hacerse los
filósofos que comprenden las civilizaciones.

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Fragmento A.II (130-132)
Como en una ondarreta promiscua y deleitable, acumulando sus cuerpos en el
momento más vivaz de la marea en zonas inverosímilmente restringidas, invadiendo
unos de otros los espacios vitales, molestos pero satisfechos, aspirando a pesar de la
escasez del ámbito a una máxima ocupación de lo ocupable, cada individuo ávido de
recepción-emisión mostrando con análoga impudicia la desnudez, ya que no de carnes
recalentadas y cocidas sí de teorías, poemas o ingeniosidades críticas, la
muchedumbre culta se derrama por aquella restringida playa y más felices que los
bañistas que de un único y lejano sol con la intensidad posible gozan, cada uno de
ellos era sol para sí y para el resto de los circunrodeantes que ininterrumpidamente a
sí mismos se admiraban sintiendo un calor muy próximo al del solario cuando la gama
ultravioleta penetra hasta una profundidad de cuatrocientos micras de interioridad
corpórea activando provitaminas, capilares y melanóforos dormidos. Pero a diferencia

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